La democracia necesita contrapoderes

Diario de Sevilla, 14.04.2024

Tras la Segunda Guerra Mundial un creciente número de países fueron dotándose de sistemas democráticos, si bien con diferentes conformaciones. Sin embargo, esa tendencia, que se creía inexorable, empieza a cambiar desde la primera década de este siglo, reduciéndose el número de personas que viven en democracias liberales: de 1.170 millones en 2009 a 1.040 en 2022, y se reduce las que tienen derechos democráticos desde 3.900 millones de personas en 2016 a 2.300 millones en 2022, mientras que aumentan notablemente las que viven en sistemas autocráticos.

Las explicaciones más ampliamente compartidas del deterioro democrático conjugan diversos factores desencadenantes. Por una parte, las secuelas de la globalización (deslocalización de empresas de los países más desarrollados, aumento del paro y presión a la baja de los salarios), a lo que se sumaron los efectos del cambio tecnológico inducido por la revolución digital, ampliando la inseguridad laboral a grupos sociales más amplios que los trabajadores de la industria manufacturera. Posteriormente, la crisis financiera de 2007-2012 aumentó la desigualdad y frenó la movilidad social vertical. Estas percepciones, agravadas en algunos países por la inmigración, propiciaron el aumento de la desconfianza social en las instituciones democráticas y en la capacidad de los gobiernos para resolver los problemas colectivos.

A estos factores económicos y sociales se le sumó la incapacidad de los sistemas democráticos para renovarse. Por el contrario, la creciente intervención del Estado, la complejidad de la gobernanza y la disponibilidad de múltiples medios en el ejercicio del poder les ha dotado a los políticos de una creciente autonomía, lo que ha propiciado que los esfuerzos y dedicación por alcanzar y/o mantener el poder hayan ido adquiriendo una creciente relevancia en detrimento de sus funciones objetivas. En este caldo de cultivo, el desarrollo de las redes sociales ha favorecido el empoderamiento de ciudadanos agrupados por coincidencias ideológicas, que han encontrado un eco acentuado de su malestar y sus opiniones individuales, fortaleciéndolas y radicalizándolas.

En este escenario el aprecio por la democracia decrece en los países democráticos, especialmente entre los jóvenes que no han sufrido la carencia de libertades, y el debate instruido y racional para enfrentarse a los problemas colectivos decae en favor de mensajes simplificados que apelan más a los sentimientos que a la razón. Un marco propicio para la emergencia de líderes populistas como Trump, Orbán, Johnson, Netanyahu, Erdogan, Bolsonaro, Maduro o Milei, a los que se suman el fortalecimiento de autócratas como Putin o Xi Jinping.

España no ha sido una excepción a esta dinámica, y en los últimos años se está acentuando el deterioro de la calidad democrática. En el debate político español predomina la descalificación y el desgaste del adversario en lugar del debate civilizado sobre los problemas del país, y por ello no son los proyectos o programas los objetos de la atención pública, sino cualquier indicio de corrupción de políticos o allegados, con amplio eco en los medios de comunicación y las redes sociales.

El deterioro democrático en España se ve facilitado por la gran autonomía de la clase política derivada de nuestro marco constitucional, en el que los contrapoderes democráticos se encuentran desdibujados por su politización. La partidocracia concentra el poder ejecutivo y legislativo en un número muy reducido de personas que lo utilizan en su beneficio, y ese poder se desborda controlando o condicionando el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, los medios de comunicación públicos, el Banco de España, el Tribunal y Cámaras de Cuentas, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, agencias especializadas de la cultura o la investigación y multitud de empresas públicas, agencias, fundaciones y consejos asesores.

La lucha por cada parcela de poder se convierte en la ocupación primordial de los políticos, sin que, a diferencia de otras democracias más maduras, existan contrapoderes o instituciones compensadoras con el suficiente peso social para frenar derivas como las que estamos viviendo en los últimos años. Instituciones en los ámbitos del derecho, la economía, la ciencia, la cultura, la educación, el medio ambiente o la sanidad, conformadas por personas relevantes por su capacidad profesional, honestidad y trayectoria e independientes del juego político se hacen muy necesarias para recuperar que los asuntos públicos se aborden con racionalidad y prudencia y no se desmorone la frágil democracia.


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